Sábado, 27 Abril 2024

MORRO FINO, DE POR VIDA

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Un verdadero crítico culinario, un paladar refinado, surge del estudio, reflexión y práctica, sobre todo de mucha práctica y no hablar de oído.

 

Me acuerdo de la pregunta casi obsesiva que siempre me formulaba ese gran profesional de las ondas y buen amigo que fue Ignacio Muñoz (coetáneo e incluso coincidiendo en el mismo día de nacimiento, festividad de San Ignacio, del gran Juan Mari Arzak). Y que venía a decir, ¿Quién da patente de corso a muchos de estos plumillas gastronómicos (multitud ahora en las redes sociales) para poner patas arriba a un restaurante  o destripar a un chef consagrado cuando no saben ni siquiera freír un huevo? Desde luego, nos vienen inmediatamente a la cabeza reflexiones entrecruzadas sobre la edad y la condiciones de un verdadero gourmet y por ende de virtudes y defectos de los tan denostados (casi siempre a sus espaldas y sotto voce) críticos gastronómicos. 

Precisamente un reconocido gastrónomo contemporáneo, el médico Édouard de Pomiane, autor entre otras obras la de “Comer bien para vivir bien”, (primera edición de 1922), que murió  ya octogenario, nos legó una frase deliciosa: “No se tiene más edad que la que se ejerce”. 

En cuanto a la definición de lo que es un verdadero gastrónomo también nos apoyamos en opiniones consagradas a modo de muleta para lidiar este difícil morlaco. En primer lugar la de otro escritor galo, James de Coquet (antaño famoso crítico de Le Figaro Literaire) quien manifestó algo realmente definitivo al respecto: “Para mí, el gastrónomo no es un hombre sentado a la mesa, servilleta al cuello, ante más de un centenar de ostras. Y no por horror de los excesos, pues éste es también un plato que hay que probar de vez en cuando, sino porque el título de gastrónomo como el de embajador no designa una función sino una dignidad. Y cuando se ha merecido tal dignidad, se conserva para toda la vida, incluso a la edad de la sopita y el huevo pasado por agua…” y continúa más adelante: “Un hombre que busca la perfección en el único dominio en el que puede esperarse hallarla tres veces al día”. Toda esta aguda reflexión la hemos podido constatar en nuestra particular vivencia a través de una persona de recuerdo imborrable. Se trata de Antonio Fonbellida, el gran patrón de la -entonces renteriana- casa Panier Fleuri y padre de esa gran amiga que es Tatus Fonbellida, cuando ya retirado y muy mayor  visitaba en sus postreros días de existencia el entonces en boga restaurante irundarra Illarramendi de un servidor como maitre y los cocineros Félix Altolaguirre y Carlos Cuesta. Gustaba el bueno de Don Antonio oír mis prolijas explicaciones y las del chef acerca de la retahíla de platos (modernos y atrevidos para su época) y variadas ofertas de su carta. Una vez llegados a la mesa, los miraba detenidamente, piropeaba sus presentaciones para por fin degustarlos tímidamente, picoteándolos tan sólo como un pajarito apostillando  el que fuera gran maitre y gastrónomo: “simplemente oír estos nombres y descripciones le hacen a uno rejuvenecer y es que ya únicamente disfruto tan sólo con la literatura culinaria”. Lo dicho, el título de gourmet es una dignidad que se mantiene altiva hasta la muerte. 

Pero ante la pregunta del millón, ¿cómo se hace un gourmet y sobre todo un crítico gastronómico? La respuesta es múltiple y muy compleja. Del cocinero se dice que se hace y el parrillero nace. Un verdadero crítico culinario, un paladar refinado, surge del estudio, reflexión y práctica, sobre todo de mucha práctica y no hablar de oído. Por supuesto, las dotes innatas y la actitud son también importantes. Hay gentes que se aferran a su zafiedad infantil y no hay forma de cambiarles ni aunque vivan cien años. Bien es verdad, que el caldo de cultivo familiar es un elemento llamémosle de efecto “trampolín” para el lanzamiento a la piscina del buen gusto del gastrónomo del futuro. Por otra parte, un crítico gastronómico, para llegar a tener autoridad moral, que no es lo mismo que el poder autoritario del que siembra el terror, ha de tener como compañeras de viaje a la humildad y a la sencillez. Tampoco el “acriticismo” de un vendido o la bobaliconería (to er mundo e bueno) son cualidades de un verdadero crítico, si bien la otra cara de la moneda la altanería puede pagarse en algún momento cara al sembrar vientos y recoger tempestades. 

Hay un ejemplo histórico que no tiene desperdicio alguno. Lo protagoniza el bretón Charles Monselet, el que fue llamado sucesor de Grimod de la Reynière, ya que por su estilo, gracia y naturalidad a la hora de escribir sobre temas gastronómicos no le era difícil emular a su mítico maestro. Monselet, que como decimos escribía a las mil maravillas, sobre todo de temas culinarios, sin embargo no parece que destacase por ser precisamente un “morrito fino”, ya que su paladar y su olfato dejaban bastante que desear. Así que, al “pijotero” de Monselet, hipercrítico en sus apreciaciones, le dieron de probar de su propia medicina. Aurelien Scholl contó, una vez que Monselet falleció, una terrible jugarreta de la que fue objeto por parte de Eugène Chavette. Éste le invitó a cenar en su entonces célebre restaurante de París, “Brebant” y le ofreció un menú magnífico, digno del homenajeado: sopa de nidos de golondrina, lubina, costillas de corzo con salsa picante y urogallo relleno de aceitunas. Todo regado con vinos no menos soberbios: el renano Johannisberg, el borgoñón Clos de Vougeot y el bordelés Château Larose. Monselet quedó francamente encandilado por los manjares que le ofrecieron y se dedicó a cantar las excelencias de cada uno de los platos y vinos. Pero una vez finalizada la comida se destapó el maquiavélico engaño. Los nidos de golondrina no eran otra cosa que un triste y vulgar caldo disimulado con unos raquíticos fideos. La lubina era un bacalao fresco disfrazado en el que se había puesto como espina un doble peine muy fino que sirvió a la postre como muestra infalible de tan cruel burla; las costillas de corzo eran de lechal marinadas en bitter; el urogallo, nada más y nada menos que un vulgar pavipollo empapado en absenta. Y con los vinos tres cuartos de lo mismo: la botella de Clos de Vougeot, era un vino tinto corrientucho, al que se había echado una cucharadita de coñac y una flor de violeta para darle aroma. Con el Burdeos se había procedido a una mistificación parecida y el Joohannisberg era un vulgar Chablis mezclado con un poco de esencia de timol. Terriblemente consternado, Monselet lo único que pidió es que se mantuviera el secreto hasta su muerte, petición que fue aceptada por parte de sus despiadados anfitriones. 

 

POSTDATA: Quiero dedicar este artículo a un coctelero de época y que nos dejó en plena pandemia, el que fuera tantos años el alma mater del Dickens donostiarra, Joaquín Fernández, recientemente homenajeado en Sigüenza. Brindo por tu memoria Joaquín con uno de tus innumerables cocteles de ensueño. Como, por ejemplo el “Gin Tonic Donosti”, que le valió el título de Mejor barman del mundo en el año 2000. Como diría el poeta: “la huella que has dejado es un abismo con ruinas de rosal”.

                     

 

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